
Por Agustín Ormazábal | Dr. en Ciencia y Tecnología, Lic. en Biotecnología, Becario Posdoctoral de la Agencia I+D+i y Prof. universitario
A pesar de todo, nos esforzamos en entender por qué. Lo intentamos al punto de cuestionarnos ese esfuerzo, porque sabemos también que ensayar una explicación se parece bastante a buscar una justificación a algo que no la tiene. Nos nace la inquietud, quizás, por nuestra costumbre de pensar las cosas de forma crítica, por nuestra ejercitada fascinación en intentar comprender lo que no es evidente.
Algo que le debemos, probablemente, a nuestro paso por la educación universitaria, o a cualquier otra instancia formativa de la vida que involucre a la presencia del otro. Pero en el fondo, sabemos que es imposible encontrar una razón a la brutalidad. Reformulo, entonces: No nos esforzamos en entender por qué, o identificar una causa, porque no la hay. Más bien nos preguntamos qué pasa por la cabeza de alguien que entra con gas pimienta a una Universidad, y lo usa contra su comunidad.
El contraste comienza ahí: en la manera de abordar lo que uno no comprende. La educación, y sobre todo la pública, promueve la convivencia con lo que inicialmente no entendemos. Incluso, monta su razón de ser en estudiarlo para intentar acercarnos a su verdad, aunque sepamos que es provisoria. La duda es, en definitiva, uno de nuestros insumos principales como sujetos de la Educación Pública.
Pero hay quienes no pueden coexistir con lo que no comprenden. Necesitan esconderlo porque no pueden soportar las dudas que cualquier persona enfrenta al momento de defender algo que le convence. Necesitan tergiversarlo para adaptarlo a la única narrativa que conocen, o que eligen. Necesitan eliminarlo. Porque eliminándolo, se elimina lo que les hace dudar de su propia manera de ver al mundo.
Más peligrosos son quienes sí comprenden, y precisamente por eso deciden destruir. En las últimas horas, por ejemplo, escuché a un influencer libertario (que no vale la pena mencionar porque este escrito no tiene la vocación de ser publicidad gratuita) reconociendo que la Universidad Pública de nuestro país promueve la movilidad social ascendente.
Razones no le faltan: Entre los años 2008 y 2015, aumentó en un 47% la cantidad de estudiantes de las Universidades Nacionales del Gran Buenos Aires provenientes del quintil con menores recursos. Ese número se eleva al 95% cuando analizamos a la cantidad de estudiantes provenientes del segundo quintil.
En parte, ese proceso se vio facilitado por la creación de 10 Universidades Nacionales durante el mismo período, lo que amplió la accesibilidad de la educación superior para dichos sectores. Eso es, en definitiva, lo que asusta a quienes sí entienden el valor de la Universidad Pública, y lo repudian. No niegan que los pobres puedan acceder a la Universidad: lo temen.

Hablar de “Universidades” es, además, hablar de otro miedo para quienes no pueden convivir con la duda: Hablar de “Universidades” es hablar de “Ciencia”. Alrededor del 80% de quienes hacen investigación científica en nuestro país lo hacen en Universidades Nacionales, o en sociedad con ellas.
Es imposible desacoplar una causa de la otra, porque la “Ciencia Argentina” ocurre mayormente en las Universidades (donde además se formaron las personas que la ejercen), y porque Universidades como aquella a la que yo pertenezco, la de Quilmes, tienen a la Ciencia y la Tecnología como una de sus funciones básicas. No parece ser casualidad que ambas, Ciencia y Universidad, sean víctimas de un mismo desguace programado.
Los tiempos que corren se acercan a doctrinas de la Edad Media, donde la Ciencia no solo era cuestionada, sino más bien prohibida, o hasta penalizada, de una forma que no puede ser si no es a través de la violencia. En general, la violencia esconde un miedo inmenso (o una cobardía que se le asemeja bastante).
Ciertamente, no les faltan razones para temerle a la Ciencia: Hubo momentos de nuestra historia donde se produjeron revoluciones científicas consecuentes con importantes transformaciones sociales. Pero también los hay ejemplos en el sentido inverso: Avances científico-tecnológicos que desencadenaron revoluciones sociales, como la Revolución Industrial. La Ciencia tiene esa cualidad disruptiva, revolucionándolo todo a su paso en sentidos impredecibles, y transformando así la realidad.
Transformar la realidad, para quienes en verdad vinieron a dejarla más igual que nunca, es una idea simplemente insoportable. Reconocen ese potencial, y se obsesionan con limitar los alcances de la Ciencia exclusivamente al beneficio de sus propios intereses. En definitiva, una ciencia domesticada, alejada de cualquier soberanía.
A un enunciado falso le basta un buen contraejemplo para ser refutado. La Ciencia y las Universidades de este país son contraejemplos a aquella vieja doctrina que deposita en los mercados la omnipotencia de resolverlo todo. Por citar dos ejemplos puntuales, Argentina es el único país de la región que cuenta con capacidad de lanzamiento de satélites al espacio, y con una vacuna de desarrollo nacional contra el COVID-19.
No fue el mercado, sino una simbiótica interacción entre el sector público y el privado, y en particular, la presencia de profesionales de formación en la Universidad Pública Argentina lo que permitió alcanzar esos hitos, entre tantos otros que ameritarían la redacción de varias otras notas para ser abordados.
La Ciencia de nuestro país incomoda a quienes la atacan, porque los refuta. Porque desafía a lo que defienden por repetición, esperando que por decirlo muchas veces empiece a ser cierto. Porque, simplemente, no pueden convivir con lo que no comprenden.
Lo intentamos, porque comunicar es parte de nuestra vocación: Intentamos explicar que la Ley de Educación Superior en su Artículo 59° bis crea el instrumento que permite auditar a las Universidades Nacionales a través de la Auditoría General de la Nación, y que son libres de hacer uso de esa herramienta cuando mejor les parezca; que las Universidades Nacionales no reciben presupuestos proporcionales a su masa de estudiantes, por lo que no tiene sentido inventarlos; que el 85% de la planta docente de nuestras Universidades perciben salarios por debajo de la línea de la pobreza, siendo la retribución en dólares más baja de toda la región para esa profesión; que aumentar el presupuesto en Educación Universitaria, Ciencia y la Tecnología, aún cuando represente un porcentaje mínimo de nuestro PBI que no compromete el equilibrio fiscal, no se trata de un gasto sino de una inversión para un futuro mejor.
Pero el problema no son los argumentos, sino que no se adaptan a la verdad en la que eligieron creer. Supongo que al final del día, tenemos las verdades que nos merecemos.
La fobia al futuro es la que reúne a todos los miedos anteriores. Diría Gabriel Celaya que la poesía es un arma cargada de futuro, y tal vez pase lo mismo con la Ciencia y la Educación. Más aún, la Ciencia y la Educación son condición de posibilidad para que ese futuro que inevitablemente vendrá además sea mejor que el presente difícil que nos toca vivir. Negarlas es negar ese futuro, sobre todo para quienes viven los peores presentes. Porque la Educación Pública permite la movilidad social ascendente, y la Ciencia, una patria más justa, libre, y soberana.
Pasan los días, y nos seguimos preguntando qué pasa por la cabeza de alguien que lleva gas pimienta a una Universidad, porque quizás algo tenga que ver con todo esto. Lo que sí sabemos con certeza es que la dimensión de sus violencias no se acerca ni por asomo al tamaño de nuestros sueños, y que seguiremos luchando por ellos. Es por eso que se avecina el recuerdo del futuro maravilloso que nos merecemos. Un futuro que llegará en tanto el presente sea de lucha. Un futuro que no les pertenece.
Repitámoslo las veces que sea necesario hasta sentirlo, porque como diría Dora Barrancos, estos son tiempos en los que nos toca dejar el pesimismo para épocas mejores.